La ciencia y la tecnología, coto reservado a círculos de ultraespecialistas. Por su inmensa riqueza, el conocimiento actual se ofrece compartimentado en múltiples nichos subdisciplinares. A embrollar aún más el panorama contribuye el uso babélico de lenguajes muy diversos y específicos. Algunas voces -entre otras, la de José Manuel Sánchez Ron, físico, historiador de la ciencia y académico de la RAE- reclaman un espíritu ilustrado basado en la unificación de los saberes mediante la transdisciplinariedad y la interdisciplinariedad para actuar de forma integrada. Y todo ello sin contar el viejo abismo, casi infranqueable, entre las dos culturas: la científica y la humanística.
Para la mayoría de los ciudadanos, analfabetos científicos, el problema es otro. Los entresijos de la ciencia, la nueva religión de nuestro tiempo, parecen la encarnación del misterio, causante de caricaturescos clichés sobre el investigador de bata blanca. A menudo, olvidando el valor, la responsabilidad y la estrecha relación de la investigación con la sociedad, damos la espalda a una actividad de la que depende en gran parte la paz y el progreso de los países, amén del bienestar diario de las personas. El estudio de la contaminación, la degradación de medio, el calentamiento global, los recursos alimentarios, las enfermedades, los sistemas reproductivos, las comunicaciones, las fuentes de energía… son cuestiones dependientes de la voluntad de políticos y científicos, zarandeada por los vendavales de la ética, el altruismo, los intereses económicos, la guerra de egos y, ay, las estrategias suicidas de recortes.
Urge, pues, desarrollar debates públicos y programas divulgativos sobre la ciencia. Conviene que las artes y las letras -nidos de pensamiento, emoción y belleza- coadyuven en esa tarea de mestizaje cultural
Tomás Yerro
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